El contrato laboral como espejo moral: lo que enseña el caso “Luisa Postres” sobre dignidad y trabajo
El escándalo de “Luisa Postres” reveló algo más que un error laboral: la frontera borrosa entre la flexibilidad y la explotación que solo un elemento técnico resguarda.
Por estos días, un video de TikTok se convirtió en un tratado involuntario sobre ética laboral. La protagonista fue una joven emprendedora colombiana —dueña de una pequeña pastelería llamada “Luisa Postres”— que publicó una vacante para community manager con funciones infinitas: manejar redes, crear contenido, diseñar campañas, atender clientes y, por supuesto, “dar la milla extra”. No había salario claro ni jornada definida. En cuestión de horas, las redes la acusaron de “explotadora” y “abusiva”; días después, publicó un video llorando, presentando disculpas y reconociendo que “no tenía claridad sobre lo que estaba buscando”. Más allá de la anécdota viral, el episodio destapó algo esencial: la falta de claridad sobre el objeto del contrato laboral, ese elemento técnico que, en el fondo, decide si un trabajo es una oportunidad o una forma de abuso.
En la era del emprendimiento digital, el contrato laboral se ha convertido en el epicentro de un debate donde lo ético y lo legal parecen difuminarse peligrosamente. El caso de “Luisa Postres” es solo la punta del iceberg: cada vez es más frecuente encontrar ofertas de trabajo donde las funciones, los horarios y las condiciones se presentan como un territorio de nadie, abierto a la interpretación y, en muchos casos, al abuso. ¿Hasta dónde llega la flexibilidad y dónde empieza la explotación?
Esta indeterminación, lejos de ser una anécdota, es el síntoma de una precariedad creciente que amenaza la dignidad laboral. Analizar el contrato laboral y su dimensión moral no es un ejercicio teórico: es clave para entender cómo podemos proteger el trabajo digno en tiempos en que las fronteras entre lo extraordinario y lo ordinario, lo voluntario y lo exigido, se diluyen bajo el brillo del “dar la milla extra”.
A lo largo de este análisis, exploraremos qué es exactamente el objeto del contrato, por qué su definición clara resulta indispensable tanto desde el punto de vista jurídico como del filosófico, y cómo las nuevas normativas intentan marcar límites en el ecosistema laboral contemporáneo. Además, revisaremos cómo la falta de precisión contractual puede convertirse en la puerta de entrada a la explotación, camuflada bajo el discurso de la pasión, la versatilidad o la autoexigencia. Porque, al final, solo definiendo con rigor qué se espera y qué se ofrece podemos evitar que el trabajo se convierta en una trampa disfrazada de oportunidad.
Qué es —y por qué importa— el objeto del contrato
El objeto del contrato de trabajo es, en palabras simples, lo que se contrata: qué tareas se deben realizar, en qué condiciones, bajo qué autoridad y a cambio de qué. El Código Sustantivo del Trabajo colombiano exige tres elementos esenciales: prestación personal del servicio, subordinación y salario. A eso se suma una regla general del Código Civil: toda obligación debe tener un objeto lícito, determinado o determinable y posible. No se puede contratar “actitud”, “energía” o “pasión” sin traducirlas en tareas verificables dentro de una jornada real.
Detrás de esa precisión jurídica se despliega una frontera filosófica que atraviesa toda la teoría del contrato. Desde la ética kantiana, el contrato laboral solo puede considerarse legítimo si preserva la autonomía moral del trabajador, entendida no como mera libertad de elegir, sino como la capacidad de no ser reducido a un instrumento para fines ajenos. En la tradición de la filosofía jurídica del liberalismo igualitario, autores como Rawls recuerdan que la validez de un acuerdo depende de que las partes negocien desde posiciones de justicia —es decir, con poder y conocimiento comparables—; cuando una parte impone los términos o deja indeterminado el objeto, el contrato se vacía de legitimidad y se convierte en una forma velada de subordinación. Finalmente, la crítica marxiana al trabajo advierte que la indeterminación funcional es el primer paso hacia la alienación jurídica: el trabajador entrega su tiempo y su energía sin saber con precisión qué está vendiendo ni para qué fines servirá su esfuerzo, lo que convierte la libertad contractual en una mera ficción formal.

La frontera moral de la “milla extra”
El capitalismo digital recubrió la subordinación con palabras luminosas: pasión, propósito, flexibilidad. En los primeros emprendimientos, todos hacen de todo. El todólogo —esa figura que lo hace todo y nada— es el emblema de una época. En teoría, representa adaptabilidad; en la práctica, es un contrato sin objeto definido. Es comprensible. Pero cuando la “versatilidad” se vuelve excusa para no definir funciones, horarios ni salarios, la línea roja se cruza. El trabajador se convierte en recurso elástico: diseña, vende, graba, escribe, atiende. Lo paradójico es que esa “competencia múltiple” suele pagarse como si fuera una sola función.
El Código Sustantivo del Trabajo permite al empleador variar tareas siempre que sean razonablemente relacionadas con el cargo. Pero en la cultura del emprendimiento joven, pedir renegociar se interpreta como falta de compromiso. Así nace la autoexplotación entusiasta: trabajar más por gratitud, competir por quién se sacrifica más. “Dar la milla extra” suena heroico, pero cuando se vuelve condición estructural del cargo, sin límite ni pago, equivale a convertir lo extraordinario en ordinario.
El Derecho laboral nació para corregir esa asimetría de poder. El empleador tiene la capacidad de dar órdenes; el trabajador, la necesidad de obedecer para subsistir. Por eso el contrato exige claridad: para que la subordinación sea jurídica y no existencial. La ley presume contrato laboral cuando hay prestación personal, subordinación y remuneración, incluso si no hay papel firmado.
La Ley 2101 de 2021 redujo la jornada máxima a 42 horas semanales sin disminuir el salario. La Ley 2466 de 2025 reforzó recargos y dio prioridad a contratos indefinidos. En ese contexto, normalizar horarios abiertos o “disponibilidad 24/7” contradice tanto la ley como la idea misma de trabajo digno.
Kant habría visto en la oferta de “Luisa Postres” un ejemplo de cómo la economía digital puede tratar a las personas como medios intercambiables. Rawls diría que la desigualdad de información rompe el contrato social de la justicia. Marx, finalmente, habría sonreído con tristeza: la autoexplotación “por amor al proyecto” es el nuevo opio de los creativos.
Las redes sociales actuaron como tribunal moral: miles de comentarios defendieron una noción de dignidad. Cuando el objeto del contrato desaparece, el trabajador se convierte en súbdito.
El contrato laboral como pacto civilizatorio
El derecho laboral no solo protege al trabajador individual: es una política civilizatoria. El objeto determinado limita el poder del empleador y evita que la relación se parezca a la servidumbre moderna. La reforma laboral de 2025 reforzó esa filosofía al insistir en la estabilidad y los contratos indefinidos. Hoy, además, la reputación es parte del contrato: en la era de TikTok, una mala oferta es una crisis de marca.
Un contrato de trabajo no es una invitación a “hacer de todo por pasión”. Es un pacto de reconocimiento: yo valoro tu tiempo y tú reconoces mi proyecto. El objeto del contrato traduce en reglas lo que la filosofía política llama respeto recíproco. Esa fue la gran conquista del siglo XX, y hoy la estamos erosionando en nombre del emprendimiento.
Entre pasión y claridad
Muchos confunden claridad con burocracia. Pero la claridad es la forma jurídica de la confianza. Definir tareas, horarios y salario no mata la pasión: la protege. Los emprendimientos que sobreviven no son los que exprimen la pasión, sino los que estructuran bien sus relaciones laborales. Un objeto definido no solo evita demandas: reduce la fatiga moral y proyecta coherencia ética.
Todo contrato de trabajo es un acuerdo entre dos partes. Delimita competencias, define derechos y establece controles. La falta de claridad contractual no es un simple error técnico: es una forma de autoritarismo económico. Por eso la claridad contractual no es solo una virtud administrativa, sino una exigencia democrática.
El episodio de “Luisa Postres” ya pasó del escarnio al olvido. Pero deja una lección duradera: en tiempos donde la línea entre vocación y explotación se vuelve difusa, la claridad contractual es una forma de resistencia moral. El trabajo digno no se mide por cuánta pasión se exige, sino por cuánta claridad se ofrece. Y en una sociedad que valora más el entusiasmo que el derecho, recordar eso es casi un acto revolucionario.
“El trabajo digno no se mide por cuánta pasión se exige, sino por cuánta claridad se ofrece.”
Acerca del autor

Marcela Anzola
* Abogada de la Universidad Externado de Colombia, LL. M. de la Universidad de Heidelberg y de la Universidad de Miami, Lic. OEC. INT. de la Universidad de Konstanz, Ph. D en Estudios Políticos de la Universidad Externado de Colombia, consultora independiente.
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