Flexibilizar para formalizar, generar empleo y otras fábulas ya contadas
Los gobiernos han buscado flexibilizar siempre con la excusa de generar más empleo, ¿pero ha servido?
Por Daniel Hawkins
Con el tema de la flexibilización laboral en el país, aplica muy bien aquel argot popular de insistir, insistir e insistir, algo como, a la tercera, va la vencida. Frente al acertijo de la persistencia (y reciente crecimiento) de los dos fenómenos más omnipresentes en el mundo de trabajo: el desempleo y la informalidad laboral, la receta, añeja, de los flexibilizadores ha sido atacar sus supuestas raíces: las aparentes distorsiones en el mercado laboral (entre otras, la legislación y la actividad sindical) que generan salarios artificialmente altos y puestos de trabajo demasiado cómodos para una población poco capacitada como para enfrentar a las necesidades de una economía eficiente.
Esta lente neoclásica ignora la importancia de prestarle atención a la demanda agregada como elemento central para la generación de trabajo y crecimiento. ¡Bah! Los flexibilizadores dicen que este enfoque keynesiano es “vieja escuela” – y en esto, frente a los límites de la biosfera, claro que no se equivocan del todo – así que lo que promulgan es el priorizar el lado de la oferta, desde donde se curan los males desbaratando la legislación laboral y, con ello, los costos laborales directos e indirectos mientras que, a modo de caridad, promueven programas baratos de educación para el trabajo como camino para fomentar la productividad. Con este cuento, nos intentan convencer de que seremos más competitivos internacionalmente – apunta de bajos costos laborales – y el país podrá fomentar, por un lado, la producción de bienes con destino a los mercados externos mientras, por otro, el nivel de empleo.
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El Gobierno pretende aceitar la máquina flexibilizadora con la contratación de otro experto extranjero para liderar la nueva Misión de Empleo, el mexicano, Santiago Levy, gurú en proponer sistemas sociales universales y políticas de flexibilización laboral para reducir la informalidad. Así, el Gobierno, se la está jugando para dar legitimidad académica a su esperada reforma laboral — ahora explícito con el decreto 1174 del 27 de agosto — mediante la cual propone crear la contratación por horas sin salario mínimo y sin derecho a la pensión para ampliar aún más el empleo temporal y la tercerización laboral, y buscar suprimir o reducir los aportes del empleador al SENA, al ICBF y a las Cajas de Compensación Familiar, y pisotear las recomendaciones de la OIT sobre la protección social. La desigualdad no importa mientras el reto sea el de universalizar la precariedad. Al mismo tiempo, claro está, se habla de promover a las MYPMES y fomentar las oportunidades para la expansión de la economía naranja, al estilo de plataformas como Rappi que castigan a sus trabajadores ignorando que lo son.
Parece otro sueño del cual no podemos despertar. Convenientemente, esta versión de la realidad y del futuro próximo que nos reencaucha el gobierno Duque y los muchos expertos que lo aconsejan, ignora las evidencias de los ya muchos experimentos que se han hecho con la flexibilización laboral en el país y sus efectos poco mitigadores sobre el desempleo y la informalidad. Fue incluso la previa Misión de Empleo, liderada por el estadounidense, Hollis Chenery, en 1984, que rechazó, enfáticamente, la idea de que el aumento del desempleo de entonces tenía que ver con los costos laborales en la economía moderna y las inflexibilidades del mercado laboral. Por el contrario, el desempleo se relacionaba con la disminución de las tasas de crecimiento (justo lo que pasa ahora con la pandemia y el desplome de la producción y del empleo), es decir, el problema principal del desempleo es su naturaleza cíclica. Por el contrario, los trabajadores de la economía informal no padecían del desempleo en tiempos de crisis sino reducción en sus ingresos. Lo que se necesitaba para aminorar ambos fenómenos era crecimiento económico con políticas de redistribución junto con una modificación de la estructura productiva del país para generar demanda.
Sus advertencias quedaron en el informe oficial, ignoradas por los dirigentes políticos. Llegando a los noventas, la moda era pensar en la oferta y en la necesidad urgente de reducir la intervención estatal en la economía y saltar las rigidices de la legislación laboral. En esta línea, se ratificó la Ley 50 de 1990 que habilitó la contratación a término fijo y creó la posibilidad de que las empresas externalizaran algunos procesos laborales. En 2002, otra reforma laboral, la ley 782, flexibilizó los despidos y bajó las indemnizaciones, redujo costos asociados con las horas extras, al mismo tiempo que el gobierno fusionó al Mintrabajo con el Minsalud (Ministerio de Protección Social) para reducir aún más su efectividad en llevar las leyes a los centros de trabajo. O sea, una gran ola de políticas de flexibilización laboral.
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¿Realmente necesitamos más flexibilización? De acuerdo con la OCDE, entidad de la cual somos miembros desde abril del presente año, la tasa de empleo temporal en Colombia es de más de 28%, casi tres veces más que el promedio de los demás países miembros, y un asombroso 35% de los empleados colombianos tienen contratos que duran menos de un año, casi el doble de la tasa promedio de la OCDE. Además, alrededor del 40% de los trabajadores de tiempo parcial, para 2018, quisieran tener un trabajo de tiempo completo, 2.5 veces más que el promedio de la OCDE. Aquí lo que predomina es la inestabilidad laboral, fomentada precisamente por las políticas de flexibilización laboral.
Pero si estas políticas, promovidas durante tres décadas, han generado más inestabilidad y precariedad de trabajo, ¿será que, por lo menos, han ayudado en reducir el desempleo y la informalidad? Todo lo contrario. Lo que hemos visto es que la informalidad se robustece mientras que el desempleo no da tregua, al mismo tiempo que ha habido una notable reducción en la participación de los asalariados, tanto en el sector privado como en el público. Por ejemplo, el promedio de la tasa de desempleo entre 1976 y 1990 fue del 10,7%, para el periodo de 1991 a 2002 rondó en 12,2% y durante el presente siglo, entre 2002 y 2019, su tasa promedio fue de 12%; siempre muy por encima del promedio de la región latinoamericana.
Y en todo este tiempo, el cuentapropismo, categoría idónea de la informalidad, se ha adueñado del mercado laboral colombiano. Para 1991, el 25% de los ocupados era clasificado como cuentapropistas, para 2000 se llegó a 33%, para 2010, 43%, nivel donde se ha acomodado desde aquel entonces. Y para mencionar los ingresos laborales, el panorama pre-pandemia no fue precisamente halagador: para 2019, el 77% de los empleados particulares no devengaba más de 1.5 salarios mínimos legales y un miserable 25% de todos los ocupados a nivel nacional no reciben más de medio salario mínimo mensual.
A modo de conclusión, lo que nos dicen las cifras es que el cuento de la efectividad de políticas de flexibilización laboral en reducir el desempleo y apretar la informalidad laboral no ha sido más que una fábula, promovida con discursos rimbombantes para maquillar la realidad laboral del país. Y ahora nos prometen más ilusiones en vez de considerar alternativas para la política económica y regulación laboral. Con la economía y el empleo en cuidados intensivos, no podemos aguantar otra ola flexibilizadora, es tiempo para la astucia, no para la terquedad neoliberal.
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