Sin subordinación, no tiene sentido el derecho del trabajo
A veces debemos ser muy cuidadosos con los deseos, porque de pronto se corre la mala suerte de que se vuelvan realidad.
En los últimos meses, en el marco del proceso de “concertación” del proyecto de reforma laboral, el gobierno ha anunciado su determinación clara e irrevocable de acabar con el desequilibrio económico y social que representan las relaciones laborales.
El nuevo Ministerio del Trabajo entiende que su propósito filosófico es poner al trabajador en igualdad de condiciones con el empleador. La idea es que el contrato de trabajo se trasforme en una relación entre iguales en la cual el empleador no pueda imponer nada; donde todo, literalmente todo, deba ser consultado y aprobado previamente por el trabajador.
Pues bien, ese propósito que luce lógico, justo y bastante plausible, no consulta la naturaleza humana. En toda relación entre seres humanos, gústele a quien le guste, siempre existirá alguien con más poder que otro. No se trata de un deber ser, es una cruda realidad: unos mandan y otros obedecen, ¡punto!
El derecho de trabajo surge precisamente para tratar de equilibrar esa realidad y proteger al que naturalmente puede resultar más débil en ese pulso de poderes. Es decir, el derecho del trabajo y la protección al trabajador tiene sentido mientras subsista una relación de poder; alguien que dé las órdenes y otro que las obedezca.
Si el desequilibrio desaparece y el otrora “débil” se empodera y logra igualar sus fuerzas con el presunto opresor, el régimen jurídico que se creó para protegerlo perderá sentido para siempre y las instituciones que durante siglos se han construido con ese objetivo deberían desaparecer por falta de propósito; básicamente porque resultarían inútiles. Las abuelitas dirían: muerto el perro, muerta la rabia.
Cuando un trabajador o un sindicato logran tanto poder que su relación de fuerzas se equilibra definitivamente con el empleador, perderá sentido el derecho laboral. Si las partes son esencialmente iguales, surge una pregunta muy básica, pero también muy profunda: ¿para qué buscar más o mejores garantías? … si acaban con el empleador, también desaparece el trabajador.
A veces debemos ser muy cuidadosos con los deseos, porque de pronto se corre la mala suerte de que se vuelvan realidad. Si el gobierno logra su propósito de reducir a su mínima expresión la iniciativa del empleador, el colaborador dejará de ser un trabajador para convertirse en un comerciante de su propio trabajo.
Eso suena bonito, pero es altamente peligroso para la existencia de las organizaciones sociales que defienden a los trabajadores. En ese mundo ideal y utópico, no resultaría ilógico pensar que, ante el cambio de pesos y contrapesos, los que terminen necesitando protección sean los que antes eran considerados opresores y “victimarios”.
A manera de ejemplo, si desaparece la posibilidad de despedir a un trabajador por exceso en las garantías a la estabilidad en el empleo, las indemnizaciones por despido o exigir un reintegro laboral no será necesario. Si todo lo que pida un trabajador se concede, ¿para qué una huelga? Si el trabajador es el que decide respecto de sus propias funciones, sus jornadas de trabajo y sobre su salario, ¿qué sentido tiene que exista el empleador?
Bien dice el refrán popular que no hay cuña que más apriete... que la del mismo palo; no hay peor tirano que el otrora oprimido. El derecho del trabajo está establecido para garantizar equilibrio económico y justicia social. Cuando ese desequilibrio desaparezca, el derecho del trabajo desaparecerá.
En los últimos meses, en el marco del proceso de “concertación” del proyecto de reforma laboral, el gobierno ha anunciado su determinación clara e irrevocable de acabar con el desequilibrio económico y social que representan las relaciones laborales.
El nuevo Ministerio del Trabajo entiende que su propósito filosófico es poner al trabajador en igualdad de condiciones con el empleador. La idea es que el contrato de trabajo se trasforme en una relación entre iguales en la cual el empleador no pueda imponer nada; donde todo, literalmente todo, deba ser consultado y aprobado previamente por el trabajador.
Pues bien, ese propósito que luce lógico, justo y bastante plausible, no consulta la naturaleza humana. En toda relación entre seres humanos, gústele a quien le guste, siempre existirá alguien con más poder que otro. No se trata de un deber ser, es una cruda realidad: unos mandan y otros obedecen, ¡punto!
El derecho de trabajo surge precisamente para tratar de equilibrar esa realidad y proteger al que naturalmente puede resultar más débil en ese pulso de poderes. Es decir, el derecho del trabajo y la protección al trabajador tiene sentido mientras subsista una relación de poder; alguien que dé las órdenes y otro que las obedezca.
Si el desequilibrio desaparece y el otrora “débil” se empodera y logra igualar sus fuerzas con el presunto opresor, el régimen jurídico que se creó para protegerlo perderá sentido para siempre y las instituciones que durante siglos se han construido con ese objetivo deberían desaparecer por falta de propósito; básicamente porque resultarían inútiles. Las abuelitas dirían: muerto el perro, muerta la rabia.
Cuando un trabajador o un sindicato logran tanto poder que su relación de fuerzas se equilibra definitivamente con el empleador, perderá sentido el derecho laboral. Si las partes son esencialmente iguales, surge una pregunta muy básica, pero también muy profunda: ¿para qué buscar más o mejores garantías? … si acaban con el empleador, también desaparece el trabajador.
A veces debemos ser muy cuidadosos con los deseos, porque de pronto se corre la mala suerte de que se vuelvan realidad. Si el gobierno logra su propósito de reducir a su mínima expresión la iniciativa del empleador, el colaborador dejará de ser un trabajador para convertirse en un comerciante de su propio trabajo.
Eso suena bonito, pero es altamente peligroso para la existencia de las organizaciones sociales que defienden a los trabajadores. En ese mundo ideal y utópico, no resultaría ilógico pensar que, ante el cambio de pesos y contrapesos, los que terminen necesitando protección sean los que antes eran considerados opresores y “victimarios”.
A manera de ejemplo, si desaparece la posibilidad de despedir a un trabajador por exceso en las garantías a la estabilidad en el empleo, las indemnizaciones por despido o exigir un reintegro laboral no será necesario. Si todo lo que pida un trabajador se concede, ¿para qué una huelga? Si el trabajador es el que decide respecto de sus propias funciones, sus jornadas de trabajo y sobre su salario, ¿qué sentido tiene que exista el empleador?
Bien dice el refrán popular que no hay cuña que más apriete... que la del mismo palo; no hay peor tirano que el otrora oprimido. El derecho del trabajo está establecido para garantizar equilibrio económico y justicia social. Cuando ese desequilibrio desaparezca, el derecho del trabajo desaparecerá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario