Por un derecho laboral decente: la caducidad 'de la acción'
Ya conocen la tesis central de esta serie de artículos y que bien puede resumirse en que “tras casi cincuenta años de democracia, el marco normativo laboral español es sustancialmente el mismo del franquismo, parcheado por aquí y por allá, pero sustancialmente el mismo. Y en algunos aspectos, empeorado”.
Y una de las características más destacadas de este particular bodrio normativo final lo constituyen la llamada caducidad de la acción y la prescripción. No se preocupen por los tecnicismos. Oportunamente les daré las explicaciones que correspondan. Hoy abordaré la primera, dejando para otro texto la última. Ambos institutos tienen algo en común Y ese algo no es otra cosa que, con independencia de los menguos derechos que titularizan los trabajadores, se les impone la obligación, bajo las penas del infierno, de ejercitar tales derechos y los procedimientos que derivan de los mismos rapidito, rapidito…El empleador puede contratar, modificar el contrato concluido o extinguirlo cuándo y cómo le conviene y considera oportuno. Incluso con ciertos límites temporales, sancionar al trabajador. Y frente a esas decisiones empresariales prácticamente discrecionales, el trabajador debe responder en un cortísimo plazo porque en otro caso su respuesta no resulta “operativa”, consolidándose la decisión empresarial que pretende impugnar. Algo así como la ley del embudo.
Antes de darles una breve excursión por la historia, he de advertirles que la caducidad hoy está regulada en la Ley del Estatuto de los Trabajadores y la Ley de la Jurisdicción Social, que es la Ley que regula los procedimientos que sustancian los Juzgados y Tribunales de lo Social. Lo que no quiere decir que sea un instituto regular pues por encima de la Ley está la Constitución. Y a mi parecer, esta cuestión está pendiente de ser planteada ante el Tribunal Constitucional o ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque implica una práctica denegación de justicia al establecerse unos plazos injustificadamente breves que dificultan el derecho de acceso a los Tribunales, que forma parte del derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24 de la Constitución. A uno le tiemblan las carnes cuando nos anuncian otro Estatuto de los Trabajadores ya que ya llevamos no sé cuantos que se diferencian en muy poquitas cosas. Que aunque no son gemelos, son mellizos. O cuando nos sacan una nueva Ley procesal que mantiene vulneraciones constitucionales tan gordas y flamantes como ésta.
El camino de los Tribunales de justicia no puede ser una gymcana en que gana el primero que supera un camino de obstáculos
Pero en sus inicios no fue la Ley la que estableció el plazo de caducidad. Fueron los jueces de las antiguas Magistraturas de Trabajo y el Tribunal Central de Trabajo los que concluyeron por su cuenta y riesgo que los trabajadores que fueran despedidos y decidieran impugnar esa decisión deberían hacerlo en el brevísimo plazo de quince días hábiles. Para qué más. De este modo se les obligaba a demandar de manera atropellada e irreflexiva, dando incluso lugar a prácticas empresariales desviadas para aumentar el sufrimiento de demandar. Como por ejemplo, despedir a fines de Julio o durante el mes de Agosto para impedir o dificultar que el obrero pudiera contratar los servicios de un abogado. O se les pasara el plazo pensando que Agosto no se computaba. De este modo, se vulnera, reiteramos, el derecho al acceso a los Tribunales de Justicia mediante el establecimiento de requisitos injustificados. El camino de los Tribunales de justicia no puede ser una gymcana en que gana el primero que supera un camino de obstáculos.
Posteriormente, y con el mismo fundamento, se extendió el plazo de caducidad a las sanciones laborales que son aquellas que impone el empresario a sus trabajadores por los eventuales incumplimientos contractuales. Y ya durante la democracia, a las impugnaciones por el trabajador de las modificaciones sustanciales introducidas en el contrato de trabajo unilateralmente por el empleador. En este caso, una Sentencia de la Saña 4ª, Ponente Sr. Salinas, se apartó parcialmente de la doctrina tradicional, suavizando el cómputo. La mala conciencia democrática condujo a que el plazo de caducidad se ampliara de quince a veinte días hábiles (¡!). Los demócratas somos así.
Siempre hubo disconformidad, pero sirvió de poco. Cuando quiera que determinados abogados impugnaron históricamente la implantación de tal requisito sin soporte legal, normalmente porque al trabajador se le habían ido los plazos, los Magistrados de Trabajo sustentaron la posición única y dogmática de que no había nada que discutir. Y se aferraban a la doctrina judicial histórica. Naturalmente entonces ni había Tribunal Constitucional ni Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Así que todo se lavaba en casa. Normalmente, cuando te alegaban caducidad y se contaban los quince/veinte días te tenías que levantar y abandonar avergonzado la Sala de Justicia, ante el generalizado pensamiento de los presentes de que la falta de observancia de los tiempos era imputable al profesional o al trabajador. Ninguna admiración suscitaba, por contra, que la inmensa mayoría de las reclamaciones judiciales se metían con calzador en los cortos procesales establecidos. De este modo, cuando un despido o una sanción llegaba al despacho lo primero era contar con los diez dedos de las manos más los diez dedos de los pies para ahorrarse disgustos. Y lo mismo hacían los jueces, alguno de los cuales, antes de iniciar la audiencia ya había calculado cuántos asuntos se podían quitar. Y eso que en aquella época, la carga judicial era más que razonable y los plazos de resolución brevísimos.
Pero la caducidad no era solo un engendro por su origen judicial y no legal. Lo era porque entroncaba en alguna forma con una peculiar concepción histórica de la Empresa. Ya saben: el empresario como dueño y cabeza (jefe) de la empresa entendida además como una comunidad de intereses de la que se excluyen los conflictos de clase y en cuyo ámbito es el empresario el que decide la solución gozando para ello de poderes delegados del Estado. Es la visión nacionalcorporativista. O más breve si lo prefieren, la visión fascista de la empresa que en España estuvo vigente hasta bien entrados los años sesenta del pasado siglo.
El instituto no guarda relación alguna con el instituto homónimo (la caducidad de la instancia) que regía y rige en los procedimientos civiles en los que el impulso correspondía a las parte y la paralización del procedimiento por falta de impulso determinaba la conclusión del mismo. Ni que decir, que eso era ajeno al procedimiento laboral en que el impulso no corresponde a las partes sino al órgano judicial. Pero sí se parecía, en realidad era lo mismo, que otro instituto administrativista (la extemporaneidad en la interposición de recursos contra resoluciones administrativas). A su tenor, si el administrado no impugnaba la resolución administrativa en el plazo establecido, esta quedaba firme y definitiva, resultando inatacable. Pero este instituto, se refería y se refiere a la impugnación de resoluciones que proceden de una Administración Pública y en el ámbito del procedimiento administrativo…Es decir, de algún modo y a la manera fascista, se reconocía que los recursos contra las decisiones del jefe de la empresa era una resolución contra una decisión publificada, privada pero que el Estado había hecho propia. Al estilo musoliniano, ya citado.
Aquellos primeros Magistrados de Trabajo y muchos de los que les sucedieron, se empeñaban en la razonabilidad de la caducidad. A pesar de tratarse de un fenómeno partenogénico, en cuyo nacimiento no había intervenido el progenitor requerido (el legislativo). Pero eso en aquella época carecía de importancia y la sensibilidad de los jueces no llegaba tan lejos. A fin de cuentas Franco podía dictar Decretos con eficacia de Ley formal, como si hubieran decidido las Cortes. Y esa explicación que se vendía en sus resoluciones es que les parecía excesivo que el trabajador despedido pudiera reclamar en el plazo general de prescripción de un año contra ese despido porque si el obrero perdía no pasaba nada. Pero ¿y si había que darle la razón?. Pues, entonces había que pagarle salarios de tramitación del tiempo transcurrido entre la fecha del despido y la de la readmisión o la Sentencia. Y eso, al parecer, les dolía. Hablaban incluso de enriquecimiento injusto, de abuso del trabajador…Pasando eso sí por alto que en aquella época los tiempos de resolución por las Magistraturas eran muy breves y por tanto los salarios de tramitación no podían engordarse tanto. Que siempre se entendió que los salarios de tramitación sustituían a los salarios que el trabajador debería haber percibido en la empresa de la que fue despedido y que si el trabajador hallaba otra ocupación, aquellos dejaban de devengarse. Y sobre todo, que el despido nulo y el despido improcedente constituyen incumplimientos contractuales injustos del empresario que los practica y por tanto la justicia a quien debe atender es a la víctima y no al victimario.
Los salarios de tramitación tras la Reforma de 2012 son excepcionales y solo se devengan en contados supuestos
Hoy se siguen diciendo las mismas tonterías. Cuentan que la tradición es la perpetuación de la ignorancia. Y en las decisiones judiciales influye de manera fundamental la tradición. Los jueces la llamamos “doctrina”. Paradójicamente, y eso da idea de en qué medida la doctrina se mueve en las nubes y no en la realidad, los salarios de tramitación tras la Reforma de 2012 son excepcionales y solo se devengan en los contados supuestos en que se declara la nulidad o en los más contados en que el empresario habiéndose declarado la improcedencia opta por readmitir. Lo que quiere decir que le cuesta menos pagar los salarios de tramitación que la indemnización extintiva. O sea, nunca. Este fue el truco de la Reforma Rajoy/Báñez (hoy asesora de la CEOE) para hacer desaparecer los salarios de tramitación. Imagínense a Don Mariano diciendo abracadabra. En la lógica el sistema, ¿si no hay salarios de tramitación por qué se mantiene la caducidad?
El problema no era evidentemente económico o sólo económico. Y buena prueba de ello es que prontamente se extendió el plazo de caducidad a las sanciones laborales, en las que no había salarios de tramitación, y también, ya con la democracia, a las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo practicadas unilateralmente por el empresario, en que pueden concurrir daños y perjuicios pero no salarios de tramitación.
Naturalmente la justificación argumentativa era más compleja. El principio de seguridad jurídica que, según ellos, imponía una rápida resolución de estos litigios. Admitiendo pulpo como animal de compañía, quedaría por responder por qué hoy se sigue obligando a demandar en el plazo de veinte días en las materias indicadas, cuando debido a la carga de trabajo de los actuales Juzgados de los Social estos tardan meses, años y a veces hasta trienios y lustros en resolver estos pleitos. Para qué matarse a correr para que los papeles entren en el Juzgado en el plazo de veinte días hábiles si finalmente su destino es permanecer amontonados acumulando polvo e historia hasta que puedan celebrarse los correspondientes juicios. Francamente, es un juego estúpido. Y si eso de la seguridad jurídica existe por qué no se impone a todas las actuaciones y reclamaciones incluidas las empresariales. ¿Por que la caducidad solo afecta a determinadas reclamaciones de los trabajadores y nunca a las de los empresarios? Por qué juicios más urgentes e importantes (conflictos colectivos, derechos fundamentales, etc.) no están sujetos a caducidad. La verdad es que lo de la seguridad jurídica es una milonga, porque la seguridad jurídica es un concepto objetivo y multilateral, que opera frente a todos. En el Derecho laboral es un concepto subjetivo, establecido para beneficio de una de las partes y perjuicio de la otra y carente de cualquier objetividad. Finalmente, si hay necesidad de seguridad jurídica esta se satisface ordinariamente mediante el instituto de la prescripción. El establecimiento de un mecanismo reforzado -la caducidad- exige una fundamentación reforzada, que nunca se ha dado.
La mal llamada caducidad de la acción en realidad no afecta a la acción, que es como el archivo .exe que acompaña al derecho del trabajador, sino al propio derecho. E implica la existencia de un plazo legal (veinte días hábiles) que comienza a computarse el día siguiente de producirse un despido, una sanción o una modificación sustancial. Y ello tanto si esas decisiones empresariales se notifican regularmente por escrito como si se comunican irregularmente mediante palabras o mediante la concurrencia de actos o hechos interpretables como unívocos. Transcurrido el plazo, el derecho del trabajador decae y con él cualquier procedimiento que haya podido instar extemporáneamente. Y todo ello de manera “fatal” dado que el plazo de caducidad ni se suspende ni se interrumpe. La diferencia en que sea el derecho y no la acción la que decaiga es relevante. Porque si decae solo la posibilidad de iniciar procedimientos, resta la obligación natural, la deuda moral y si esta pese a todo se satisface el pago es válido. Si lo que decae es el el derecho el pago posterior es indebido. Más todavía, si caduca el derecho a impugnar el despido y reclamar la indemnización y readmisión lo que se produce es una conformidad del trabajador con el despido y por tanto el despido se diluye y estamos ante una extinción acordada por ambas partes que no genera derecho a las prestaciones de desempleo.
Desde luego, podrá decirse que el régimen de la caducidad es injusto y cruel, ahora bien inseguro precisamente no era. Las consecuencias del incumplimiento de los plazos eran tan seguras como rigurosas. Tan seguras como la misma muerte. Y eso ni siquiera puede afirmarse hoy, porque, por salvar los plazos de caducidad, se han ido poniendo tantos paños calientes e introducido tantas reformillas que finalmente se ha roto hasta la seguridad jurídica inicial.
Empezando porque el legislador se dio cuenta de que la caducidad era incompatible con el derecho a la defensa de los trabajadores (art. 24 CE). Cuestión especialmente grave porque la seguridad jurídica no es un derecho fundamental sino un principio. Y si el trabajador tiene derecho a la justicia gratuita y a que se le nombre defensor, necesariamente había que admitir como excepción a que el plazo de caducidad no se suspende o se interrumpe, el supuesto en que el trabajador solicita defensa de oficio. Y la cosa se empieza a complicar porque en la práctica eso se ha demostrado que no es controlable: ha de acreditarse cuando solicita la defensa, cuando se le nombra y cuando se le notifica al trabajador. Extremos que quedan en manos de terceros (las comisiones de justicia gratuita y los colegios de abogados y graduados sociales). Naturalmente limitar el derecho a la defensa al derecho a que se le designe un abogado de oficio es una amputación constitucional importante. Porque, en cualquier caso, el trabajador debe disponer de un plazo suficiente para buscar tranquilamente un abogado, asegurarse de su profesionalidad, investigar los hechos, buscar y entregarle la documentación, y que este pueda estudiar adecuadamente la defensa y formular los escritos pertinentes.
Posteriormente, los Tribunales Superiores de Justicia quebraron el principio de que la caducidad puede y debe apreciarse de oficio, aunque nadie la alegue, y sentaron la doctrina de que eso no cabía en tramite de Suplicación y menos cuando no se había alegado en el juicio. Caía el segundo palo que soportaba el tinglado: la caducidad deja de ser un principio de aplicación imperativa en todas las instancias por tratarse de una cuestión afecta al orden público procesal.
Más tarde, la citada Sentencia del TS en que fue Ponente Don Fernando Salinas, intentando acabar con la irregularidad que significa aparejar gravísimas consecuencias a decisiones empresariales irregularmente comunicadas al trabajador, sentó que en impugnación de modificaciones sustanciales el cómputo solo se iniciaba cuando se comunicaba la modificación regularmente al trabajador (por escrito y con los demás requisitos formales). Pero de manera increíble y pese al tiempo transcurrido esta doctrina solo se ha aplicado a las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo pero no opera frente a despidos y sanciones laborales, a los que no se ha extendido.
El problema del cómputo del plazo de caducidad e irregularidad en la comunicación de la decisiones empresariales se ha agravado sobremanera con la introducción de los despidos colectivos y los despidos individuales en el marco de despidos colectivos. Porque la impugnación del despido colectivo obliga a suspender la tramitación de los despidos individuales si ya estaban en tramitación o retarda el inicio del cómputo del plazo de caducidad en el caso de que todavía no se hayan iniciado. La casuística es complejísima y también la doctrina judicial que navega en aguas agitadas y turbulentas.
Y finalmente, podemos citar también la doctrina que sentó el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía a propósito de despidos en el Ayuntamiento de Marbella en que tras considerar que los despidos son resoluciones administrativas, cuestión dudosa, al no haberse comunicado al despedido los recursos procedentes contra tal resolución, decide que el plazo de caducidad no es aplicable sino el de prescripción de un año.
Con todos estos ejemplos no pretendo doctorarles en derecho laboral. Solo trasladarles mi humilde opinión de que lo que no pude ser, no puede ser y además es imposible. Que este instituto, auténtica criatura monstruosa desde su lejano parto, lejos de mejorar con el tiempo cada vez resulta mas deforme y chapucero. Hasta el punto de que nacido para limitar los derechos de los trabajadores y servir fielmente a los empresarios, hoy ya ni siquiera estos pueden sentirse seguros a su sombra.
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