Los ERTE y la
reforma laboral. Una propuesta de diálogo
Lo importante, hoy, es que ese nuevo
equilibrio se alcance de forma dialogada y se cierre así uno de los grandes
contenciosos todavía abiertos en la política laboral española
Cuando seamos capaces de contemplarla con una cierta perspectiva, la crisis económica actual tendrá en la utilización masiva de la figura de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) una de sus principales señas de identidad. Desde que en la segunda mitad del pasado mes de marzo el Gobierno español, como casi todos los gobiernos europeos, decretara el confinamiento de la población y la consiguiente paralización de buena parte de la actividad económica, más de 3,7 millones de trabajadores por cuenta ajena —y alrededor de otro millón adicional de trabajadores autónomos— se habían acogido al finalizar el mes de mayo pasado a las medidas de protección temporal puestas en marcha. Si a las cifras anteriores se añaden 3,1 millones de beneficiarios de prestaciones por desempleo de carácter contributivo y asistencial podemos tener una idea aproximada del impacto sin precedentes que el sistema de protección por desempleo ha registrado en esta crisis.
Por supuesto, el papel de los sistemas de protección del desempleo es el de hacer frente a este tipo de choques manteniendo las rentas de los que pierden su empleo y asumiendo un papel de estabilizador social imprescindible en las sociedades avanzadas. Sin embargo, el hecho diferencial que distingue lo sucedido en el comportamiento del sistema de seguro de desempleo respecto de otros episodios de crisis es, sin duda, el papel que ha desempeñado la figura del ERTE como instrumento de protección del desempleo.
Al fin y al cabo, los 3,1 millones de perceptores de prestaciones por desempleo que podríamos calificar de "ordinarias", es decir de los desempleados que han perdido su empleo, son muy similares en cuantía a los 3,2 millones de beneficiarios alcanzados en el primer trimestre de 2010 que, hasta la fecha, constituían el pico máximo en la historia laboral española. Pero los más de 3,7 millones de trabajadores cuyas empresas habían solicitado la inclusión en un expediente temporal de regulación de empleo son nada menos que 30 veces más que la mayor cifra que nunca se había registrado con anterioridad en España (123.000 en ERTE de suspensión de empleo o de reducción de jornada, en septiembre de 1983).
Frente a lo que en ocasiones se ha afirmado durante estos meses de crisis pandémica, la figura del ERTE no nació ayer, ni fue algo diseñado en la reforma laboral del PP en 2012. Hace más de medio siglo que existe en nuestra legislación laboral. Pero que el mayor grado de utilización en España antes de la crisis actual se hubiera registrado en 1983, y con cifras tan reducidas que apenas alcanzaba el 5% del volumen de beneficiarios de prestaciones, viene a subrayar su limitado y casi marginal papel en el tratamiento de las crisis. Que casi treinta años después, en plena crisis financiera con un cifra de 6,2 millones de desempleados —en el primer trimestre de 2013— apenas un 1%, alrededor de 54.000 trabajadores, utilizaran la fórmula el ERTE confirma aquella conclusión: los ERTE nunca fueron un elemento de respuesta a los cambios cíclicos y solo puntualmente eran utilizados en algunas empresas y sectores, singularmente en la automoción, como una forma no traumática de adaptación a las crisis sin apelar al ajuste de las plantillas.
Las causas de esta escasísima utilización de la figura del ERTE en nuestra historia laboral podrían ser resumidas en algunas que, en mi opinión, son especialmente destacables. La primera tiene que ver con un diseño inadecuado de los estímulos, tanto desde la perspectiva de los trabajadores afectados como de las empresas. El tiempo de percepción de prestaciones durante el ERTE computaba habitualmente como un periodo consumido en los derechos del trabajador a la prestación por desempleo. En un contexto de crisis que afectara de forma general o específica a una empresa o sector, si tras el ERTE se producía una situación que exigiera la adopción de medidas de despido adicionales, los trabajadores eran reacios a la aplicación del ERTE puesto que el consumo de prestaciones que se hubiera producido le sería deducido de su periodo de derecho al desempleo posterior en caso de despido. Ello producía la paradoja de que cuanto más profunda y comprometida era la situación de la empresa menos incentivos, desde el lado de los trabajadores, había a la aplicación de un ERTE como instrumento de prevención que en muchas ocasiones podría evitar la apelación al despido.
Pero, además, las empresas, que tenían que hacer frente a las cotizaciones sociales de los trabajadores durante el ERTE, casi siempre preferían adoptar expedientes de despido colectivo o ajustes de plantilla individuales que afectaran a los trabajadores con menores costes de rescisión, singularmente los temporales. Al fin y al cabo, una vez despedidos, el seguro de desempleo asumía también los costes de las cotizaciones sociales correspondientes al salario percibido con anterioridad.
Por su parte, la existencia de un gran colchón de trabajadores temporales en el seno de buena parte de los sectores y empresas hacía innecesario el uso de instrumentos como los ERTE. En lugar de repartir los costes de las crisis entre la empresa y el conjunto de los trabajadores, lo habitual era hacer recaer sus consecuencias en los trabajadores temporales. Por esta razón el sistema español de protección por desempleo es, sobre todo, un sistema que protege a los trabajadores temporales: alrededor de 2/3 de su gasto se destina a proteger a los trabajadores temporales que, sin embargo, son solo 1/3 de los cotizantes al seguro de desempleo.
En las condiciones que imponía la crisis tras las medidas de confinamiento, y que en gran parte seguirán vigentes durante los próximos trimestres una vez desaparecido el estado de alarma, el gran acierto de la política laboral instrumentada ha sido precisamente haber eliminado las restricciones anteriormente señaladas y abrir así el camino para impedir una rápida y masiva destrucción de empleo. Si los ERTE apenas hubieran sido utilizados como en anteriores crisis, puede que el ajuste de plantillas no hubiera afectado a los casi 4 millones de trabajadores que lo hicieron en marzo, abril y mayo, pero es seguro que la destrucción de empleo habría superado en varias veces los más de 700.000 empleos perdidos en ese mismo periodo —medidos en términos de afiliación a la Seguridad Social—.
Es cierto que, como algunos han expresado, estas medidas producirán una gran expansión del gasto público en desempleo. Al finalizar el año en curso, la factura gastada en prestaciones a los desempleados podría superar los 55.000 millones de euros y acercarse al 5% del PIB, unas cifras nunca antes registradas en España.
Sin embargo, la comparación relevante no es contraponer el gasto producido por los ERTE (que podría alcanzar, si se prolongaran en volumen suficiente hasta el final de año, los 20.000 millones de euros) con la situación previa a la crisis. Con un diseño institucional como el que tiene nuestro mercado laboral, en ausencia de ERTE una parte sustancial del gasto se habría producido en forma de prestaciones ordinarias (de carácter contributivo) por desempleo.
En tales circunstancias, el gasto hubiera sido, con toda probabilidad, mucho mayor. Cuando un trabajador se encuentra en paro y ha acumulado una cotización previa superior a 6 años tiene derecho a una prestación por desempleo contributiva de 2 años y, además, durante ese tiempo el seguro de desempleo se hace cargo íntegramente de las cotizaciones sociales a cargo de la empresa. Por eso, mientras que en las empresas de menos de 50 trabajadores, en las que el Estado se hace cargo íntegramente de la cotización empresarial a la seguridad social, un periodo de 6 meses de permanencia en un ERTE supone un coste similar a esos mismos 6 meses de consumo de prestaciones por desempleo, en las empresas de más 50 en las que el Estado no asume el coste integro de la cotización —lo hace en un 75%— la financiación de un derecho ordinario al desempleo es más costosa que la permanencia por un periodo similar en un ERTE.
Lo sustancial, así lo creo, no es tanto la definición jurídica del ERTE —de fuerza mayor o por circunstancias económicas y productivas— como el reconocimiento del hecho de que aun cuando las circunstancias del cierre obligado de muchas empresas y actividades durante el estado de alarma hayan desaparecido, el impacto de la situación en forma de persistencia de caídas sustanciales en el nivel de ingresos, exige el mantenimiento de fuertes medidas de apoyo a la financiación de los costes laborales de las empresas.
El diálogo social desarrollado durante los últimos meses ha dado sobradas muestras de capacidad de entendimiento entre los interlocutores sociales y el Gobierno, y estoy seguro de que será capaz de encontrar un camino adecuado para establecer el mejor diseño de los ERTE en las circunstancias de los próximos meses. Lo ideal sería que además se pudieran aprovechar las enseñanzas del periodo de crisis transcurrido para diseñar una figura de ERTE más parecido al 'kurzarbeit' —trabajo reducido— alemán y que sirva para hacer frente a las crisis temporales sin apelar rápidamente a ajustes masivos de plantillas tan dañinos como ineficientes en términos de gasto público en un país que debe hacer frente a otras exigencias imprescindibles en ámbitos como la educación, la sanidad o la inversión pública en investigación.
Por supuesto es importante, como algunos de nuestros mejores empresarios han puesto de manifiesto, apelar a la estabilidad de nuestra legislación laboral. Sin embargo, esa preocupación debería haber estado también presente en 2012 cuando se abordó una reforma unilateral de aspectos esenciales de nuestro marco laboral y se destruyeron equilibrios que están detrás del intenso deterioro de las condiciones salariales y laborales sufridas por nuestro mercado de trabajo. Por eso, lo importante, hoy, es que ese nuevo equilibrio se alcance de forma dialogada y se cierre así uno de los grandes contenciosos todavía abiertos en la política laboral española.
*Valeriano Gómez. Economista y exministro de Trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario