LA PESTE Y LA
CÓLERA
“Lo que estamos viviendo hoy es un tiempo suspendido que se nos ha impuesto, que no es el fruto de una acción autónoma de oposición al mundo”
Por Charles Reeve (8 de marzo de 2020)
¿Cómo podemos contrastar y relacionar las reflexiones sobre el extraño y singular período que estamos viviendo? Un período que, por su aspecto trágico, pone de relieve las debilidades y los límites del sistema capitalista mundializado, debilidades que, todavía ayer, pasaban por ser la expresión de su fuerza y su potencia.
Sometidos a los discursos tóxicos, destilados en bucle, estamos clavados al presente por una atmósfera ansiogénica, somos impotentes por el hecho mismo de nuestro aislamiento. Nos sentimos amenazados por un entorno donde todo objeto o individuo es percibido como hostil, fuente misma de muerte. Las relaciones humanas en sí mismas se ven minadas por el peligro. Las cifras y las curvas de los “especialistas” de la muerte son seguidas como las de la Bolsa, nos inundan y nos abruman; se suman a las explicaciones conspiranoicas, a las especulaciones y a las supuestas certezas que pretenden ser tranquilizadoras. Es en este magma donde el espíritu crítico debe forjar su camino. Es intentando ejercer este espíritu crítico que podremos avanzar hacia la única salida al aire libre posible y que podremos superar la renuncia a la reflexión por culpa del miedo.
El rechazo a la idea de la muerte parecía bien consolidado en las sociedades ricas, borrado por el culto al bienestar y por el mito del progreso, del individuo dominador de la naturaleza. Sin embargo, la tempestad del progreso no es más que destrucción de los seres vivos – lo que sospechaban, ya hace un siglo, los enemigos de la ideología productivista, entre los que cabe señalar a Walter Benjamin y otros “pesimistas” emancipadores.
La evidencia de la fragilidad de la vida y de las sociedades había sido postergada a los pueblos pobres, en los territorios cada vez más numerosos que son víctimas de la barbarie de la guerra; a las sociedades a la espera de los frutos de este terrible progreso. La producción de la muerte se había convertido en una imagen para el consumo, ciertamente también en causa de rebeldía, pero todavía lejana. La consolidación del sentimiento de seguridad no ha cesado de ser reforzada por los muros de la represión y de la xenofobia de las sociedades ricas. La figura del refugiado, las decenas de miles de ahogados en el Mediterráneo, nos lo recordaban a diario. Después, sin apenas hacer ruido, el virus ha esquivado los controles policiales, los muros y las fronteras y se ha impuesto entre nosotros. Finalmente, ha optado por el camino más moderno y más fácil, el de la libre circulación de bienes y personas, incluyendo – ironía del presente- aquella disfrazada de ocio lúdico, el turismo de masas. “¡Más lejos, más rápido, más nada!” decía un grafiti anarquista sobre los muros de la gran ciudad. Lo conseguimos: ya estamos sumergidos en la nada. Ya lo sabíamos, estábamos avisados, íbamos contra el muro. Esta vez, ya estamos: ¡en el muro! El choque frontal nos abruma y nos paraliza. En efecto, una vez más en la experiencia histórica, sólo si nos fijamos objetivos de mayor envergadura podremos intentar liberarnos de la parálisis y de los miedos, sólo así podremos atravesar este período sorprendentemente extraño.
Hemos salido de la normalidad, la normalidad del capitalismo que rechazábamos pero a la que estábamos obligados a someternos, a veces, incluso más allá de nuestra conciencia. Quizá esta sea una primera lección de este momento: todos y todas formamos parte del sistema, más allá de las ideas de ruptura que podamos compartir o de las prácticas al margen de las normas que podamos experimentar. Pero esta salida de la normalidad no es la que hayamos podido vivir en otros momentos de la historia, la ruptura del tiempo del capitalismo y el acceso a otro tiempo producto de la actividad subversiva de la colectividad. Lo que hoy estamos viviendo es un tiempo suspendido que nos ha sido impuesto, que no es el fruto de una acción autónoma de oposición al mundo. Esta extrañeza es seguramente una de las causantes de nuestras angustias. Vivimos una nueva experiencia que no era previsible bajo esta forma: “la huelga general del virus”, para retomar la fórmula pertinente enunciada en algún lugar. La interrupción del “business as usual” se ha materializado sin nosotros, fuera de los esquemas conocidos que siempre hemos tenido en cuenta, que hemos deseado y por los que hemos luchado. Se trata de una huelga general de masas sin “masas”, peor aún, sin fuerza colectiva subversiva. Sería probablemente justo decir que estamos viviendo una primera agitación que nos anuncia otras, que vendrán en un proceso de hundimiento general de una sociedad organizada con el propósito de la obtención de un beneficio destructor. Este hundimiento, ajeno como es a toda acción colectiva consciente, no es portador de un mundo nuevo, de un proyecto de reorganización de la sociedad sobre nuevas bases. Permanece todavía como una creación del capitalismo, en los límites de su barbarie, sin más perspectivas que las del colapso. Aquí se acaba toda similitud con la huelga general, que es la creación de una colectividad que se apropia de su fuerza.
Por lo tanto, el golpe que se nos ha asestado y que anuncia un encadenamiento de rupturas en el orden del mundo, está en relación con el funcionamiento del sistema social en el que vivimos y no puede disociarse de sus contradicciones. Los desarrollos recientes en la mundialización del capitalismo, la aceleración de los intercambios, la concentración y la urbanización rápida y gigantesca de las poblaciones, han acelerado la transformación ecológica y destruido la frágil reproducción del mundo vegetal, del mundo animal y del de los humanos, quebrando así las últimas barreras entre ellos. El advenimiento del capitalismo global no ha supuesto el fin anunciado de la historia, sino que ha inaugurado una nueva era de epidemias cada vez más frecuentes. Después de la gripe aviar, después del SARS, cabía temer la inminencia de una nueva epidemia que era prácticamente previsible. Por lo tanto, la lógica del modo de producción capitalista abocada a la obtención de lucro ha seguido implacablemente su camino y el freno mencionado en el “Monólogo del Virus” no ha sido accionado; sólo podía serlo por fuerzas sociales que se opusieran a esta lógica y que apenas si pueden constituirse. Las consecuencias de esta lógica y de esta impotencia para poder bloquearla están ante nosotros. Me parece que es una pista para la reflexión: no separar la crisis viral de la naturaleza misma del sistema. Hay que oponerse a las tentaciones de explicaciones fáciles que se acomodan dentro de los límites de lo que existe, y que esconden mal la intención de volver a poner en marcha la maquinaria. Un buen ejemplo de ello es el de los delirios conspiranoicos de toda clase, incluido el muy seductor del “virus creado en el laboratorio”. Si sabemos que la guerra biológica forma parte de los proyectos criminales de las clases dirigentes, si la desorganización y el accidente son inherentes a toda burocracia, ya sea militar o de cualquier otro tipo, el hecho es que la visión conspiranoica deja de lado la lógica mortífera del modo de producción capitalista. La explicación más inverosímil pasa por ser la más evidente. Este virus fue fabricado, no por poderes ocultos, sino por el proceso destructor del capitalismo moderno.
Insistimos en que las medidas de confinamiento y de privación de las libertades sociales e individuales ponen de relieve las relaciones de clase. Una vez más, ahora sí, la igualdad formal desaparece, de manera macabra, frente al temor a la desigualdad social. Desigualdad que la crisis viral acelera. Pero la crisis viral rebela también la naturaleza del capitalismo moderno y sus contradicciones. La cotidianidad ha sido trastornada, la realidad es ahora el colapso de los sistemas financieros, la debacle de las bolsas, la precariedad generalizada del trabajo asalariado, el aumento vertiginoso del paro, un empobrecimiento masivo. Una bocanada de aire fresco: los “economistas”, que habían relegado al fondo del baúl de los recuerdos los conceptos molestos de desequilibro del sistema, han prácticamente desaparecido, confundidos por lo inesperado, faltos de pronóstico. Mientras que millones de parados se suman a los millares de muertos por la pandemia, las fortunas gigantescas se tambalean para encontrar protección en brazos de sus Estados. La plancha de billetes se pone de nuevo en marcha y la inflación, que nos decían era cosa del pasado, asoma la nariz. El después se anuncia ya como una segunda sacudida del derrumbamiento.
No puede sorprendernos que la epidemia del covid-19 y aquellas que la han precedida hayan tenido su origen en China, convertida en la fábrica del mundo, en los territorios presa de una destrucción salvaje, rápida y masiva de la naturaleza. La China, fábrica del mundo, es productora de virus como es productora de máscaras, aparatos de respiración asistida y dolipranes, etc. Forman un todo.
Por su amplitud global, planetaria, la contaminación viral ha desembocado rápidamente en un bloqueo de los intercambios, en un derrumbe de la economía, en la desorganización de la producción del lucro. Una crisis lleva a la otra. A partir de ahora, todo es global. Y, en un período de dos semanas, lo que apenas se vislumbraba se ha hecho realidad: sólo en Estados Unidos, en uno de los centros mismos de la máquina infernal, más de diez millones de trabajadores se han convertido en parados.
Entre las preguntas que nos interpelan, que nos inquietan, está la de la respuesta que han dado los poderes políticos en el terreno de los derechos formales, de sus restricciones liberticidas que cambian por completo el marco jurídico de nuestra existencia. La eventualidad de adoptar el “modelo chino” como la referencia en materia del estado de emergencia se ha dibujado muy pronto en las sociedades europeas para concretarse enseguida en la adopción de métodos y técnicas represivas y de control de lo cotidiano. A esto se han sumado algunas derogaciones que van en el sentido de un cuestionamiento del Derecho laboral. En países como Portugal, el gobierno socialista ha llegado a suspender el derecho de huelga, permitiendo al Estado “tener los medios legales de obligar a las empresas a funcionar”[1].
Tenemos, por experiencia, razones para temer que estas formas de estado de emergencia puedan, una vez la crisis viral haya terminado, convertirse en “derecho común”, para retomar la fórmula púdica del “diario de todos los poderes”. Más aún cuando este “final”, el famoso “desconfinamiento”, corre el riesgo de ser lento y a plazos. La urgencia de un retorno necesario al “business as usual” –reclamada ya por todas las fuerzas capitalistas- justificará sin duda la perpetuación de “restricciones liberticidas”. Un nuevo orden jurídico para nuevas formas de explotación. Lo que significa que, la simple oposición a este nuevo estado de derecho autoritario será indisociable de la capacidad colectiva de oponerse a la reproducción de la lógica de producción y de destrucción del mundo, que nos ha llevado a donde ahora estamos.
Así pues, queda pendiente la cuestión inaplazable de saber si el capitalismo, sistema complejo, potente y capaz de giros inesperados, puede acomodarse, a la larga, a un funcionamiento social reglado por medidas y constricciones liberticidas extremas. La experiencia histórica muestra que un estado de excepción basado en la reproducción de las relaciones de explotación y la búsqueda de la producción del lucro es compatible con una fuerte intervención del Estado. No es casualidad que uno de los grandes teóricos del estado de excepción, Carl Schmitt, haya sido un brillante admirados del orden nazi, que facilitó el orden jurídico de una sociedad moderna en Europa durante una decena de años al precio de espantosos horrores. Más recientemente, es indiscutible que el orden totalitario heredero del maoísmo ha conseguido engendrar un régimen capaz de construir una potencia capitalista moderna, en el seno de la cual, la explosión de desigualdades sociales y el aumento de conflictos y de antagonismos de clase, han sido, por el momento, superados por medidas despóticas.
Otro tema es la aplicación de este modelo a las sociedades del viejo capitalismo de dominio privado, donde el estado de derecho regula, a partir de la cogestión de los “agentes sociales”, el conjunto de relaciones sociales. En principio, es cierto que la dirección de los asuntos económicos y públicos se hace de manera cada vez más autoritaria,bajo las formas actuales de capitalismo liberal. La tendencia ya era clara antes del advenimiento de la pandemia y el derrumbe previsible de la economía. La evolución del capitalismo, su crisis de rentabilidad y la necesidad de maximización de los beneficios habían reducido progresivamente el espacio de negociación y de cogestión, fundamento del consenso de la democracia representativa y de sus organizaciones. La crisis de la representatividad política que vivimos desde hace años es la consecuencia inmediata de ello.
Dicho esto, podemos preguntarnos si la puesta en marcha de estas medidas liberticidas está ligada a un proyecto consciente por parte de los poderes de construir, de manera durable y con una aceptación también durable, un estado de excepción permanente. ¿O es que la adopción de estas medidas es la única respuesta de la que dispone la clase política para afrontar las consecuencias sociales de la pandemia?
Como en cualquier crisis, la clase dirigente debe hacer malabares entre la idea de defensa del interés general, en que se funda su hegemonía ideológica, y la subordinación a quienes en verdad dan las órdenes, esto es la clase capitalista. En cualquier circunstancia de confusión, el único plan B disponible es el de un refuerzo del autoritarismo, el de un mayor uso del miedo como forma de gobierno.
En la época actual, la dimensión de las medidas coercitivas exigidas por la amplitud de la crisis viral mundial, plantea, finalmente, el problema de una parálisis del sistema productivo mismo. Por el momento, el receso de la economía no está más que en sus inicios y la búsqueda de la vía social demuestra indiscutiblemente la riqueza y la potencia de las sociedades capitalistas modernas. Si las medidas de suspensión se prolongaran, correríamos el riesgo de ver el derrumbe del conjunto de la maquinaria económica. No obstante, el paso rápido, en pocos días, de un estado de estancamiento económico a una recesión vertiginosa con millones de parados es el signo de la fragilidad del conjunto del edificio. Lo que explica las reticencias de una parte de la clase dirigente a adoptar medidas de estado de emergencia sanitaria.
Los discursos anti-liberticidas están justificados, nos alertan contra la pérdida de derechos que ya eran bastante magros. Sin embargo, y teniendo en cuenta los efectos desastrosos que estas medidas de excepción pueden tener sobre el desequilibrio de “su” economía, podemos considerar que los sistemas políticos las adoptan, no con el objetivo principal de dominar a la mayoría de la población, ni de someter a los explotados a nuevas condiciones de explotación, sino, sobre todo, porque se ven forzados por las circunstancias, por una situación que los sobrepasa. Por supuesto, las clases dirigentes saben hacer un buen uso de estas medidas del estado de emergencia, las aprovechan para acelerar el desmantelamiento de los derechos llamados “fundamentales”, para transformar el estado de derecho. No obstante, los hechos muestran la ambigüedad de la situación. Estas mismas clases políticas –en Europa e incluso más allá, en países donde el equilibrio social es frágil- se ven forzadas a volver a orientaciones y decisiones tomadas anteriormente. A modo de ejemplo, la suspensión en Francia de la odiada “reforma de las pensiones” y de la “reforma de los derechos de los parados”, el tímido proyecto de liberación de ciertas categorías de prisioneros, en Francia, en Estados Unidos, en Marruecos y otros lugares. Sería sobreestimar su función e incluso su inteligencia de clase considerar que los dirigentes dominan la situación y son capaces de ir más allá de medidas de salvaguarda de las leyes del lucro. Son estas leyes las que conducen su iniciativa política. En el momento actual de la crisis sanitaria, la necesidad de confinamiento de la población parece ser la única forma posible de evitar una situación de desastre social y económico. Se confina a la población no para reafirmar la dominación social, sino como único medio de aliviar un servicio público de sanidad hecho trizas, como consecuencia de haber optado por la austeridad. Al querer mostrar que domina la situación, el sistema político busca esconder sus responsabilidades en el desastre sanitario. Intenta negar su fracaso desde el punto de vista de la defensa del famoso “interés general”. Como broche final: el bloqueo progresivo de la economía, debido a estas medidas, debilita a su vez la gobernanza.
Nada indica que la salida del “confinamiento” pueda hacerse como una vuelta armoniosa a una reproducción del pasado. Este sería, sin duda, el proyecto de los señores del lucro y de sus servidores políticos. Estos corren el riesgo de encontrarse, a la salida del estado de emergencia, más debilitados que al inicio de la crisis. Y con otra emergencia, la de una crisis social extendida. La crisis del capitalismo será el segundo episodio de la crisis viral. Es por ello que, desde ahora, la clase política busca preparar una salida que sea un largo proceso que permita integrar medidas de emergencia en un estado de derecho convertido cada vez más en estado de excepción.
La crisis de representación, anclada ya en una sociedad rica y violentamente no igualitaria, se reafirmará debido a los efectos devastadores de la crisis económica.
Después del tiempo suspendido del confinamiento, las fuerzas del capitalismo intentarán imponer un regreso al modo de producción del pasado, a las leyes del lucro como única alternativa posible. Pero no estamos en el siglo XIV de la peste negra y, en Francia como mínimo, podemos esperar que la rebeldía y la resistencia acumuladas a lo largo de estos últimos años puedan nutrirse de las nuevas formas de solidaridad que se han tejido durante el confinamiento. Lo colectivo, única fuente de creación libertadora, deberá recuperar su sitio, deberá extenderse.
De lo vivido durante estos extraños meses, aflora ya un elemento portador de esperanza: la experiencia de los sanitarios. Los colectivos de sanitarios, aun trabajando en condiciones extremadamente difíciles y con medios restringidos, por la elección política de aquellos que ahora se presenten como salvadores, han conseguido encargarse de la supervivencia de la sociedad. Más allá de jerarquías y burocracias, han demostrado su capacidad de organización, de improvisación, de innovación y de invención. Si el horror no se ha extendido más todavía es gracias a ellos. Esta solidaridad de los colectivos de trabajo sin duda ha extraído su energía de una experiencia de varios años de lucha contra la austeridad y los recortes, contra la destrucción de sus condiciones de trabajo, contra el ataque predador del capitalismo privado. Frente a la injusticia de la muerte, unidos por los valores de la solidaridad, los sanitarios se han reapropiado de su labor, recuperando el control de su actividad, antes en manos de los gestores financieros. Por su función, estos trabajadores son conscientes de su utilidad social para la supervivencia de la colectividad, consciencia que refuerza su compromiso pero también su capacidad de contestación. Como ya habíamos visto en el caso de otras catástrofes, es este movimiento el que puede constituirse en la base de un proyecto de futuro diferente.
Estamos viviendo la peste, pero este tiempo suspendido puede ser también donde cultivemos y acumulemos las cóleras. La oportunidad de su afirmación traerá la vida, después del tiempo de los carroñeros.
Mientras tanto, y para dominar miedos y angustias, podemos leer con placer algunas líneas de alguien apreciado por Karl Marx, Heinrich Heine, escritas durante los años del plomo, entre la revolución de 1848 y la Comuna: “Aquí reina actualmente la gran calma. Una paz laxa, somnolienta y de bostezos de aburrimiento. Todo está silencioso como en una noche de invierno envuelta en nieve. Sólo se oye un pequeño ruido misterioso y monótono, como de gotas cayendo. Son las rentas de los capitales, cayendo sin cesar, gota a gota, en las cajas fuerte de los capitalistas, haciéndolas casi desbordar; se oye con nitidez la crecida continua de las riquezas de los ricos. De vez en cuando, se mezcla a este sordo chapoteo algún gemido en voz baja, el gemido de la indigencia. A veces también, resuena un ligero tintineo, como de un cuchillo afilándose.2“
Algo así nos ocurre hoy, el silencio no es siempre la calma, es también el tiempo en que afilamos las armas que ajustan las cuentas pendientes.
[1] Antonio Costa, primer ministro, declaración a la televisión privada SIC, 20 de marzo de 2020.
2 Heinrich Heine, Lutèce, Lettres sur la vie politique, artisitque et sociale de France (1855), precedido de una presentación de Patricia Baudouin, La Fabrique, 2008.
Traducción del francés de Elodia Guillamón
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